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viernes, 11 de abril de 2014
Arpías y tritones
A quienes temen a la noche
El tren silbó al entrar en la curva y el sonido se repitió en el eco del bosque. Los olores de la resina eran tan intensos que sobresalían al humo de la locomotora, que aún entre los aromas del carbón se impregnaba con la savia de los abetos y los pinos. La estación apareció al fondo, rodeaba de ocho o diez casas quizás. A la izquierda del edificio principal, un viejo depósito de agua era lo más interesante de la aldea, por llamar a aquellas casas de algún modo. Todo parecía perdido y desolado, pero a estas alturas de mi viaje ya había renunciado a cualquier rasgo de progreso. Durante tres semanas había admirado unas vistas que languidecían lentamente bajo el otoño. Si avanzábamos por una estepa, si remontábamos una colina o si nos encaramábamos sobre un paso de montaña, nos rodeaban árboles y más árboles, los mismos troncos repetidos hasta el infinito. En la mente arraigaba una extraña obsesión, como de incertidumbre o temor, que pronto se convertía en molesta, supongo que por el efecto de tanto igual que pasaba tras la ventana. Por lo demás, hacía demasiadas estaciones que viajaba solo en el vagón y los compartimentos vecinos no parecían más poblados. Solo se escuchaba el traqueteo de las traviesas y el sonsonete de la locomotora lejana. Debajo de todas voces se removía el bosque vivo que nos rodeaba, que más allá del humo de la máquina y el susurro de los raíles bullía con una vida oculta y misteriosa.
En la estación esperaba la prima Angélica, que agradeció mi pronta respuesta a su misiva para que la visitase tras mis estudios, a lo que accedí porque guardaba un buen recuerdo de nuestra amistad. Me obsequió con algo parecido a un canto de bienvenida, palabras que no entendí y me parecieron sombrías. Nunca me pareció tan bella, reconozco que de no ser por nuestro parentesco hubiera albergado alguna esperanza de aspirar a su amor. Pero soy un hombre sensato y no sucumbí a la pasión instintiva, aunque reconozco que me dejé cautivar por su simpatía. La acompañé con gusto al carro que nos esperaba y ella misma tomó las riendas para dirigirnos hacia un camino lateral. La voz de mi prima era pausada y su aliento desprendía un olor a mandarinas que me cautivó al instante. Su conversación también era amable, demostrándome rápidamente que el aislamiento de aquellas tierras no mermaba su cultura. Se mantenía informada de las noticias del mundo con rigor y actualidad, así que supuse que llegaba alguna prensa a la estación. Reconozco que me sorprendió el contraste entre unos saberes tan eruditos y la tosquedad de su empleo de auriga, pero imaginé que la vida en aquellos parajes tan perdidos reclamaba sus propias competencias, y que acomodarse a las circunstancias siempre fue signo de sabiduría, así que me centré en la agradable conversación de mi prima, que hablaba con una gracia que me mantuvo embelesado la mayor parte del viaje. Definitivamente, la estancia no sería tan mala si Angélica andaba cerca, así que sonreí y me dispuse a disfrutar de un merecido descanso.
El viaje fue monótono y largo, casi cinco horas interminables. Durante una parte de nuestra conversación, Angélica se ofreció a instruirme sobre las distintas especies vegetales, que aún pese a mi cortedad ya reconocía diferentes, así como el nombre de cuántos arbustos y hierbas salieron a nuestro encuentro. No deseo significar con esto que su conversación fuera ajena a mi agrado, por el contrario, en todo momento aprecié en sus palabras el saber de una experta. Me sorprendió su profundo conocimiento del entorno, al señalarme la presencia próxima de los jabalíes por su escarbar la tierra o al detenerse y pedir mi escucha para atender a unas águilas que volaban entre los troncos. Detuvo nuestra marcha en algunos parajes del bosque que debieron ser interesantes e intentó explicarme que entre los árboles había un nido ocupado por polluelos o el escondite de alguna comadreja. Reconozco que no alcancé a distinguir nada, aunque la tercera vez que insistió admití que sí, que veía el nido y la comadreja, porque pensé que fallaba mi vista, confundida por el cansancio. Angélica insistió mucho en que para estos avistamientos, a veces de ciervos o linces entre la espesura, era preciso guardar el máximo sigilo. El sonoro traqueteo del carro ahuyentaba a los animales, pero no demasiado, porque el camino se hacía una vez a la semana, en ocasiones más, cuando era necesario o se esperaba algún paquete urgente del correo. Continuamos en silencio, atentos a las sorpresas del bosque. Recuerdo árboles, algún calvero entre los árboles y más árboles que flanqueaban un camino bastante azaroso.
De nuestro destino solo puedo decir que era singular. Una docena de cuevas arracimadas junto a la ribera de un río de aguas frescas, en un calvero de la espesura, dividido en dos por un delta rocoso pero de orillas remansadas y cómodas para vivir. Las aguas eran cristalinas, apenas demoradas en pozas con ovas que se mecían en la corriente. Una piedra ocre y bermeja configuraba las grietas y peñascos que se extendían hacia el centro del cauce, donde el río alcanzaba un fragor de peligrosos rápidos. Intentar vadearlos sería una empresa arriesgada, pero no ofrecía peligro alguno, porque se encontraban muy lejos de la ribera como para suponer una amenaza. El paisaje proseguía más o menos idéntico a otro lado, con unas rocas que se amontonaban o se hundían de similar modo, con árboles que eran casi simétricos a los árboles de este lado, pero con un horizonte más árido, de troncos desnudos, hojas secas y ramas desgajadas por el viento. Pregunté a Angélica por la causa de este hecho anómalo, y aclaró que un paso próximo entre las montañas filtraba aires que apresuraban el cambio invernal al otro lado del río. Un fenómeno de la naturaleza al que era intrascendente prestar atención. Objeté que los árboles en esta parte eran en su inmensa mayoría coníferas de hoja perenne. Angélica se encogió de hombros y concluyó que el invierno temprano habría alterado la flora.
Los habitantes de aquel remanso en la espesura eran mujeres. Angélica me las presentó conforme fueron recalando en el asentamiento de sus cuevas vivienda. Me parecieron de una singular dulzura. Compartían una cierta felinidad en la mirada y una suerte de idéntica cadencia en la voz. Pronto improvisaron un modesto banquete en mi nombre, una cena espléndida, donde me sirvieron un salmón exquisito y carne que no supe reconocer, me dijeron que de oso, y así la disfruté, sazonada con unas hierbas de delicado aroma, como ahumado y algo ácido. El postre se excedió en lo delicioso. Miel silvestre y fuentes de arándanos, grosellas, zarzamoras y nueces, que compartían bandeja con higos de varias higueras diferentes, madroños, y gajos de granada embutidos en pasta de almendra, manjares estos que se completaron con un licor de bayas que hermanaba los sabores con un regusto de plenitud. Concluida la cena, exhausto por las emociones del viaje, me derrumbé sobre el camastro que Angélica había dispuesto en una cueva contigua a la suya. Dormí profundamente, sin conciencia ni alma.
Me desperté con la primera luz de la mañana, cuando mi prima regresaba del exterior. La escuché buscar en su cuarto, después entró en mi alcoba, apenas envuelta en un toalla, y aseguró que las pozas invitaban al baño a primera hora de la mañana. Aún era más estimulante al amanecer, cuando la bruma helada enfriaba el aire y la piedra caliente apaciguaba la frialdad de las pozas y convertía el sumergirse en un grato deleite. Luego se acompañó de una sonrisa y añadió que era demasiado perezosa para gozar de ese placer, pero que algún día lo disfrutaría conmigo. Me ruboricé ante las palabras de Angélica, en la que permanecí absorto hasta que me advirtió desde la entrada que el desayuno aguardaba sobre la mesa y que esperaría afuera, que tomase el tiempo necesario, porque la vida allí transcurría a un ritmo diferente. Ya lo sentirás por ti mismo, añadió, y me dejó sumido en una dulce somnolencia que mantuve hasta que me sentí sosegado. El desayuno fue fugaz y refrescante, zumo de un sabor desconocido, cítrico con un discreto regusto amargo, que devolvía la frescura del aliento y estimulaba la vitalidad. Salí al exterior aún aletargado por el recuerdo de Angélica. La mañana me pareció radiante.
Transcurrieron dos semanas que distrajeron mi curiosidad con un torrente de alicientes nuevos. Primero la siempre estimulante presencia de mi prima, por quien me sentía atraído sin remisión, aunque era uno de esos amores plácidos que se contentan con las buenas maneras y los modos afables. Al menos de eso pretendía convencerme, porque sus visitas matinales a mi cuarto a primera hora, cuando regresaba de su aseo en las pozas cálidas, me sorprendían en sueños que a menudo eran tan tórridos como para que mi instinto se desbordase al escuchar su canto de buenos días. Aspirar las mandarinas del perfume que endulzaba su piel tampoco aliviaba mi deseo. Angélica me miraba con la frescura del cabello húmedo y recogido en una trenza que brillaba amarilla, con el dorado de un caolín que se encontraban en unas riberas cercanas, según me explicó al manifestarle mi sorpresa porque todas nuestras vecinas se adornasen el pelo de un modo muy similar, en anudamientos más o menos elaborados o simples recogidos que destacaban por su simpleza y comodidad. Era un barro untuoso y muy fino, que tenía propiedades suavizantes y protegía del maltrato del sol y las asperezas del relente nocturno.
Las vecinas de mi prima eran educadas y correctas, algo tímidas, supuse que por la costumbre de la soledad. Me sorprendieron sus uñas y dedos amarillos y su casi idéntica mirada felina. Pregunté, rieron en grupo y me confesaron que ambas preguntas eran de fácil respuesta. Debo reconocer que siempre he considerado que la explicación sencilla complace pronto al ignorante. Los dedos eran amarillos por la misma razón que el pelo, y los exhibieron moviéndolos ante mis ojos, por un maquillaje con el caolín de los rápidos río arriba, por el fuego de la piedra como le llamaban ellas, que también era bueno para las uñas, amasado con resina de cedro, y para el cutis, la suavidad de los pies y casi todo lo relacionado con el cuidado del cuerpo. En cuanto a la mirada felina, el cabello recogido siempre en una cola o una trenza muy tirante prestaba esa breve similitud a los rostros, concretamente rasgaba la expresión de la mirada. Por lo demás, coincidieron en que yo debía estar muy intrigado por que un grupo de doce mujeres hubieran recalado en aquel paraje remoto, y por atenderme me rodearon ante unas pozas de caprichosa geometría volcánica. Mi prima llegó también, sumándose en último lugar en esta reunión improvisada, donde se atropellaron para informarme que dos de ellas habían recalado allí por casualidad, huyendo de problemas que no venían al caso, y que enviaron un correo a través del ferrocarril a una amiga que también sufría que desamores, para que huyese del esposo. Esta llamó a otras dos que conocía y así, de una desdichada a otra hasta que cumplieron doce, nunca faltaban maridos violentos o aburridos o insoportables. En poco se había formado aquella comunidad bendita, limitada por voluntad propia y por la parca generosidad del entorno. Cambiaban los rostros y los nombres, pero siempre eran refugiadas que encontraban alivio a sus penurias, al menos hasta que recobraban el sosiego espiritual y decidían marcharse libremente. A veces dejaban un donativo o lo remitían por correo, y siempre era bienvenido, pero su principal medio de subsistencia era el río y las bondades del bosque.
La misma Angélica acompañó mis visitas a los alrededores. Me sorprendió su destreza para moverse entre las rocas difíciles, las más resbaladizas, las que ascendían trabadas y se fundían en desfiladeros y roquedales solidificados en colores caprichosos. Siempre comunicativa, Angélica me explicaba las formas de la erosión y algunas generalidades del terreno, así como los secretos de las pozas que destacaban por razones afortunadas. Aquella era la de los nácares, y al mostrármela descubría su semejanza al interior de una caracola, porque la lava había cristalizado en vetas opalinas que resplandecían como una concha preciosa. Aquella otra era la poza del fuego, una amalgama de cinabrios embutidos en piedra rojísima, que habían fraguado de ese modo por el capricho de los minerales incandescentes, de forma que la poza parecía esculpida en su interior con vivísimas llamas, y en fin, otras muchas maravillas que Angélica me mostró con la dulzura habitual de su habla, que se interrumpía con cánticos tan oportunos que convertían su charla en una música salpicada de palabras didácticas.
De repente Angélica pidió silencio con un gesto y los pájaros parecieron enmudecer a su señal. El agua sonó con más brío, la quietud se espesó y pareció dilatarse en una tensa espera. Angélica señaló en lo alto, al otro lado del río, al que nos habíamos aproximado al internarnos en una garganta que estrechaba el cauce y lo convertía en más rápido y vibrante. Distinguí algo que se precipitaba desde la inmensidad plomiza de las nubes y volaba directamente hacia un punto en la ribera. Cayó entre unas ramas junto al cauce y emergió con un enorme pez atrapado entre sus garras. Mi prima me advirtió de que se trataba de águilas arpía, y que era preciso cuidarse de ellas, porque la leyenda aseguraba que eran capaces de alzar niños por los aires, aunque naturalmente atribuía toda esa palabrería a rumores, porque volaban en silencio y rehuían la presencia del hombre. Descubrir su vuelo era toda una fortuna, porque eran tan silenciosas que nada advertía de su ataque hasta que aterrizaban sobre su presa, sin importar que se ocultase bajo una espesa nieve, como se había visto algún invierno. Por lo demás, eran valiosas por lo difícil de observar y convenía mantenerse a distancia. Sus garras eran terribles, capaces de causar espantosas heridas a sus víctimas, usualmente roedores, peces u otros animales que abatían de una forma tan discreta que solo se advertía su presencia con el grito de la presa, alcanzada siempre por el punto ciego de su visión o bajo tierra, con un derrumbarse de galerías subterráneas y la irrupción de las aterradoras armas del águila. Después Angélica restó dramatismo a sus palabras y me felicitó por la suerte de haber presenciado la cacería de una de aquellas majestuosas aves.
Una noche, después de cenar alrededor del fuego y compartir una jarra de bayas fermentadas, me advirtieron que pronto se iniciaría la temporada de tritones. Quise saber más y explicaron que corriente arriba un sinfín de estos batracios vivían entre las pozas, que alcanzaban en primavera, para desovar durante el verano. Los había de varias especies y tamaños. El inicio del invierno señalaba la migración hacia aguas más templadas, y durante varias semanas atravesaban el poblado río abajo, huyendo del aliento gélido de las montañas. Todo un motivo de alegría para su precaria comunidad, que encontraba en la llegada de aquellos anfibios nuevas facilidades para la supervivencia. Algunas especies ofrecían una carne suave y tierna, que podía competir con cualquiera de las carnes del bosque. Era preciso conocer bien las distintas variedades, porque solo algunas destacaban por su saber excepcional, mientras otras ofrecían un sabor desagradable o precisaban el condimento oportuno. Luego regañaron a Angélica por no haberme mostrado las pozas de tritones durante nuestras excursiones río arriba, y mi prima respondió señalando que yo era demasiado torpe como para moverme por las rocas con agilidad suficiente para alcanzar los desovaderos de las zonas altas, y que había preferido esperar a que los tritones llegaran hasta nosotros. No obstante, añadió dirigiéndose a mí, prometía encontrar una poza no demasiado lejana para satisfacer mi curiosidad. Reímos de su ocurrencia y después las vecinas retornaron a sus canciones de letra incomprensible, que yo me limitaba a tararear entre el estímulo y la disculpa de mis anfitrionas, pronto arrepentidas de su imprudencia al tentar mi sentido del ritmo y la música.
Una mañana que me entretenía en recoger leña seca con las vecinas, Angélica llegó hasta nosotros y me sugirió remontar el río hasta las primeras pozas de tritones. Mis compañeras disculparon mi faena con la leña, porque siempre eran indulgentes con los visitantes ocasionales, y me animaron a que acompañara a mi prima y me desentendiera de la tarea. Agradecí su gesto solidario y corrí tras Angélica, que ya me apresuraba al pie de una estrecha vereda. Nos adentramos en un mar de piedras desprendidas y enmarañadas por una lujuriosa floresta que parecía brotar de la roca viva, sin que se distinguiera tierra que pudiera sustentar las raíces de las plantas. Tras algunos equilibrios para domar el suelo resbaladizo, seguí a Angélica por aquel piso escabroso, siempre envuelto en los cánticos de mi prima, mientras nos alejábamos del río por un atajo que pronto se convirtió en un simple sendero entre los troncos, un sendero que para mí era difuso y a menudo perdido, pero que para Angélica era perfectamente reconocible. Me rendí a su sentido de la orientación, porque nos movíamos por parajes de su conocimiento y porque ya había demostrado una especie de sentido adicional para localizarse en la brújula y alcanzar su destino con eficacia y prontitud. Nos detuvimos para acechar a unos gamos que pastaban entre la espesura y que afortunadamente encontramos en la posición correcta para que el viento no delatase nuestra presencia. También nos demoramos por evitar un campo de hierbas urticantes, que Angélica advirtió muy molestas. El murmullo de las aguas quedó pronto sustituido por el rumor de la vida salvaje. Escuché el tabletear de los pájaros carpinteros y otros trinos desconocidos. La luz se filtraba desde las copas de los árboles, convirtiendo nuestro avance en un sucederse de umbrías, parecía que nos encontráramos bajo una gran cúpula que tamizase la luz y la despojara de su vigor. El nacimiento de las primeras ramas quedaba a una considerable altura sobre nosotros, y me asaltó la misma impresión de monotonía que me asaltara durante el viaje en tren, sin duda por los muchos troncos enormes e iguales, que confundían los sentidos en una misma repetición sin matices. Angélica continuaba cantando y yo en silencio. El rumor de nuestros pasos sobre la hojarasca sobresalía a los demás sonidos, se olía a madera fermentada y animales ocultos.
Lentamente el río volvió a nosotros, delatado por su murmullo de aguas rápidas, el olor de los líquenes que se amontonaban en algunas pozas y la lenta aparición de grandes losas de piedra, que reemplazaron a la hojarasca y nos llevaron de nuevo hacia las riberas, más angostas que donde se situaba nuestro asentamiento. Angélica ascendió a un promontorio, oteó el horizonte de piedras oscuras, saltó de nuevo a mi nivel y me instó a la que la siguiera entre las rocas. Descendimos muy abajo, donde las aguas someras del río serpenteaban como una lámina de brillante transparencia sobre el lecho pulido. Algunas pozas pequeñas se hundían en aquel universo para mí deshabitado. Angélica me dedicó su mejor sonrisa y dijo mira aquí, estos son tardíos y frágiles. Entonces miré y vi los tritones, tan diminutos, tan etéreos, apenas iris en aquellas pozas ocultas. Eran largos como el ápice de un suspiro o el polen de una flor, un polvo casi imperceptible que flotaba ingrávido en un agua limpísima, donde las algas alfombraban la roca con un delicado vello que les servía de alimento a medida que progresaban en lo que para ellos, para los diminutos tritones, era una selva de algas mecidas por la brisa.
Otros eran diferentes, porque mudaban la piel muchas veces y después sufrían un proceso llamado metamorfosis y se convertían en adultos. Era curioso observarlos en las distintas etapas de su crecimiento, y Angélica aprovechó para salir de la poza en que nos encontrábamos y conducirme a otra poza cercana, igualmente escondida, y señalar un lugar también protegido del sol. Estos son posteriores, más maduros pero aún delicados. Observa su color, que es lo primero que destaca. Negro y amarillo, admití, y Angélica me señaló las branquias incipientes en el cuello, su cola tan larga y su rostro arrugado y furioso. Asentí y la conversación se tornó personal. Angélica habló de sus intenciones de abandonar esta nube de recogimiento y volver con el tren de regreso e iniciar una vida nueva, cruzar fronteras tal vez, para renacer donde nadie conociese su vida pasada.
Nos detuvimos muy cerca del centro del río, casi abrumados por el rugir de las aguas impetuosas. Angélica señaló a las alturas y observé que la niebla de los rápidos nos envolvía en un aire lechoso y turbio. Vaporizada a mi lado, convertida en una silueta difusa, Angélica señalaba a un punto entre la bruma. Apenas distinguía su brazo señalando a un lugar que parecía la nada y de repente allí mismo surgió una criatura espantosa que pasó a escasísima distancia de donde nos encontrábamos, como un susurro, una exhalación, portando entre sus garras algo enorme, monstruoso, como un recién nacido o una visión aún peor, una criatura negra que se retorcía entre sus garras. Mi prima asintió invitándome al silencio, y supe que la leyenda de las arpías se debía precisamente a esas apariciones misteriosas, cuando las águilas pescaban en la impunidad de la niebla, sin un murmullo, sin un indicio delator, como fantasmas nacidos del vacío que de repente volaran con el cadáver de un niño entre sus garras. Angélica sonrió e hizo el gesto de comprender las leyendas. Después, ya lejos de nieblas y arpías cazadoras, confesó que la mayoría de estas supersticiones ocultaban un sesgo de realidad, y que a ella siempre le habían interesado el espacio entre las quimeras y los hechos. Luego, mientras regresábamos ribera abajo, divagó sobre sus proyectos de juventud y de futuro, con aquella boda temprana y tan fracasada, con la desilusión y la tristeza hasta la huida y el exilio en aquel confín remoto. Ahora era preciso renacer después de la purificación y abrazar una existencia nueva.
Regresamos a nuestra cueva y me desentendí de las palabras de mi prima. En mi disculpa esgrimo que a veces Angélica me distinguía con confidencias que me sonrojaban y enardecían en secreto, hasta el punto de que hube de evitar mi fogosidad y aprender a distraerme con motivos banales, los que fueran con tal de separarme de mi prima, que inundaba mis sueños y mi vida. Esa noche sentí que me acariciaban y distinguí los ojos de Angélica brillando en la oscuridad, crueles y despiadados. Pensé en las águilas y recordé los tritones, con sus larvas casi invisibles sobre el agua transparente, y después más grandes, con sus dibujos de manchas amarillas sobre el negro y ese naranja que a veces salpicaba su piel tan resbaladiza y húmeda. Ojos en la oscuridad inundaron mi sueños con un terror de animal herido. Me sentí acechado por criaturas terribles y malignas. Después resonaron los cantos de Angélica y de nuevo la vi en la mañana, con su cabello recogido y esa mirada felina que me arrebataba de entusiasmo por respirar un instante más. Languidecí en un deslizarse de águilas entre la bruma, como el espíritu de un viento silencioso y letal, capaz de extinguir la vida en un instante imperceptible. Después vi tritones gigantes, enloquecidos por su ira de bestias enormes.
Amanecí con Angélica a los pies de mi cama e intentando disimular un deseo que comprometía mis buenas intenciones. Supongo que los hechos se precipitaron a partir de este sueño y que un recelo nuevo había brotado en mi alma. Tomé mi desayuno de frutas como cada mañana, pero ya no fue tan refrescante, los sabores se empapaban con un algo mortecino e indefinible, un vago regusto que alteraba el sabor y lo convertía en un sucio remedo de sí mismo. Aún se bebía con facilidad, así que terminé el desayuno y salí de la cueva, donde el invierno parecía haberse asentado y caía una escarcha de nieve suave. Sorprendentemente, la mañana era tibia y reinaba un ambiente festivo. Angélica me gritó en compañía de las vecinas, arracimadas alrededor de una corriente cargada de vida. Fui corriendo hacia donde se encontraban y de nuevo contemplé a los tritones, amarillos y negros, con el vientre anaranjado y tan suaves que era un placer acariciarlos. Angélica señaló a las alturas, y un águila apareció en el cielo con una criatura negra e indefinible entre sus garras. Un espectáculo que mis amigas y yo festejamos con júbilo. Ellas emprendieron de nuevo sus cánticos, yo también grité, y de repente encontré una copa de licor de bayas y supe de celebrábamos una fiesta excepcional, con motivo de la llegada de los tritones. Reconozco que me rendí a la contemplación de las danzas de mi prima y sus vecinas, que en mi inconsciencia las recuerdo desnudas y chapoteando entre las pozas. Después escuché gritos ásperos y olí aromas espesos que asquearon mi garganta y mi lengua.
Desperté en ausencia de Angélica, sobresaltado por discusiones del exterior, que me parecieron ásperas e ingratas. Apenas pude desayunar por el estruendo de los gritos y no tengo inconveniente en admitir que me sentí confuso y aturdido. Durante toda la jornada deambulé entre las pozas donde abundaban los tritones, que las vecinas señalaban con un arremolinarse inquieto. Siempre que me aproximé sentí una gran excitación entre mis compañeras, como si aquellos seres ya más grandes y formados ocultasen algo en su interior. Me sentí intrigado y temeroso en igual medida, a punto de alcanzar un gran descubrimiento. Pregunté muchas cosas a mis compañeras. Cómo nadaban los tritones, cual era su respiración, si mudaban la piel o mantenían la misma siempre, y cuanto pasó por mi mente en el transcurso del día, que no se interrumpió para comer ni para esbozar un reposo, solo cuando mis vecinas señalaban un punto en la distancia, al otro lado de los rápidos infranqueables, y una de esas águilas abandonaba la invisibilidad para atrapar una presa entre las turbulencias del río. Tritones gigantes y oscuros, que se debatían entre sus garras con una muerte rápida. Mis vecinas festejaban el espectáculo, tan bello como cruel, con un escándalo de disonancias que rompían la calma del bosque. Llegó la noche sin Angélica y me acosté sin compañía y sin cena. No me importó el ayuno, otras prioridades ocupaban mi mente.
Me sobresaltó la madrugada, envuelta en un estruendo como de trompetas. Los rápidos rugían en el exterior cuando escuché que Angélica salía de la cabaña y tomaba un sendero oculto entre las sombras. La seguí hasta que se perdió en la espesura, pero aún así vislumbré su rastro en algunas ramas quebradas, en hojas rotas, en el perfume que señalaba el camino. Me sobrepuse al sueño y a la excitación, apresuré el paso y Angélica me condujo entre las pozas. Subió a un promontorio que destacaba sobre las piedras, investido en mi memoria con atributos sobrenaturales. Miró a su alrededor, como previniéndose de espectadores y se desnudó lentamente, iluminada por la tenue plata de las estrellas. Creí enloquecer cuando me llamó con su mirada, tan felina y tan feroz, y reclamó mi encuentro con gesto de su boca. Me dejé seducir por sus ojos y el aliento de mandarinas.
Gocé de Angélica muchas veces en aquella noche de tan aciago recuerdo. Su voz cantaba en mis oídos mientras se derramaba mi deseo en aquella poza de aguas aterciopeladas, en aquella claridad donde nadaban los tritones. Muchas veces enloquecí y perdí el sentido, mientras una sombra enturbiaba mi alma. Abrí un instante los ojos y reparé en que se disolvía el caolín que impregnaba el cabello y la piel de Angélica, que se confundía en una baba de amarillos desleídos. Angélica cantaba y de repente se interrumpió en su canto y venció el silencio. Todo cambio en el instante que me sentí libre del hechizo. Algo sucedió y el agua diluyó el caolín que impregnaba los cabellos de Angélica, que se tornaron ásperos y enmarañados. Se deshizo el contorno de sus ojos, que fueron despiadadamente crueles, y el cuerpo tan bello de Angélica se disolvió en sus arcillas y bellezas, y todas las formas se tornaron hueso y magras encallecidas. La bella que fue provocaba ahora espanto, por su piel arrugada y famélica, por su tacto repugnante y viscoso, por la pestilencia que emanaba de unas mandarinas tornadas en podredumbre, por el miasma de su aliento antes tan dulce. Retrocedí aterrado y me enfrenté a Angélica convertida en una arpía tan infame como el negro bruñido de esas uñas enormes y aceradas que se liberaban del maquillaje de los dedos, del caolín y las resinas. Angélica sonrió con una luz que derrotaba al espíritu y convertía el pensamiento en delirio. Me dejó alejarme en la vigilia de esa mirada felina que sustentaba mi aire. Luego se abandonó al placer que mi semilla proporcionaba a su vientre, y me permitió marchar porque ya había saciado su deseo y mi destino estaba en manos de sus hermanas.
Huí despavorido y solo por fortuna escapé a las trampas de la roca volcánica, que apenas distinguía en una oscuridad de estrellas blanquísimas, tan excepcionales como para diluir mi horror en una sensación de irrealidad. Quise detenerme y poner orden en mis pensamientos, pero algo me impidió interrumpir mi carrera, como si los cantos de Angélica aún resonaran en mi pensamiento y me advirtieran de una noche que lentamente se cubría con el invierno, una noche donde imperarían las nieblas y los murmullos de la oscuridad. Me dominó el pánico y corrí sin descanso ni aliento por un altibajo de piedras. Sentí mis pies alados por el miedo y todo se redujo a un instante del recuerdo de Angélica. Alcancé las cuevas cuando las nubes se tornaban blancas y todo relucía con los relámpagos entre la nieve que ya caía, que ya liberaba los tritones en las tierras altas y medias. Después las fuerzas del río obraron el milagro. Primero llegaron los tritones medianos, los que medían casi dos metros, que las vecinas encontraban en las pozas y daban muerte entre la pestilencia que emanaba de sus cuerpos liberados del barro que purificaba y limpiaba las apariencias.
Oculto entre las piedras, pasé desapercibido al aproximarme a mis vecinas, que parecían discutir alrededor de una poza maloliente. Me mantuve a una distancia sensata, precavido por una inspiración que me salvó la vida. La vecinas, desprovistas del maquillaje de los caolines, eran tan famélicas y horrendas como Angélica, y disputaban la carne de un tritón que se estremecía en los últimos derrotes de su agonía. Antes de que la presa concluyese sus espasmos, otras uñas se hundieron en su carne y las visceras quedaron expuesta a la voracidad de las vecinas, que no dudaron en arrancárselas con una saña como jamás hubiera imaginado antes. Quedé pasmado, transido por el espectáculo de las vecinas disputándose la agonía de los tritones que atrapaban entre sus garras, tan fatales y corvadas. Comprendí que ellas también eran arpías, como las águilas, pero de otra especie, la más atroz. Resonó el río con más fuerza, con un brío impetuoso, y llegaron los tritones mayores, como en oleadas de bestias furiosas. Las dos riberas se tornaron a mis ojos en un erial de árboles marchitos, heridos por los mismos rayos, con las mismas ramas desgajadas y la misma leña podrida. Las vecinas retozaban entre las pozas, hiriendo y matando a los tritones varados.
Pronto se desató un lodazal de sangres y cienos repugnantes, porque los tritones al rasgase y romper sus vísceras entre las afiladas uñas de las arpías, tiñeron las pozas con su sangre y su semen, que es violado y se acumula bajo la piel. Por fin llegaron los tritones mayores, lo que eran gecos de proporciones gigantescas, dotados de un grito tan violento que el río se irritaba con su canto desaforado y estallaba en una locura de espumas que todo lo barrían con un batido de olas pútridas. Entre aquellas bestias mayores, una flaqueó un instante en su lucha contra la corriente. Las arpías gritaron desaforadas cuando una de ellas hundió sus garras entre los ojos del tritón, que bramó de dolor y pareció inflamarse con el frenesí de la venganza. Pero todo había concluido porque el tritón ya era ciego y las arpías se abalanzaron sobre él, que al instante perdió la vida en un marasmo de garras que rasgaban su cuerpo. Libres del barro y de la astringencia de las hierbas, el hedor de las arpías pronto inundó el bosque de esencias infames.
Poco puedo añadir a mi locura. El recuerdo de Angélica me persigue en este sanatorio psiquiátrico en el que me han recluido por mi bien. Dicen que perdí el sentido tras hundirme en los bosque más allá de la última parada del tren, que escuché el canto de las arpías y quede embrujado al instante, apenas descendí en aquella estación que ya no existe. Durante meses permanecí extraviado y me dieron por muerto, pero me encontraron loco y herido al otro lado del bosque. Nadie creyó mi historia porque era imposible que nadie sobreviviese en aquel cazadero de águilas, porque allí la gentes se perdían para siempre y no regresaban jamás, porque nadie escapa del acecho de esas arpías que surgen de la nada y atraviesan la cabeza con unas garras tan armadas y resueltas que provocaban la muerte al instante. Dicen que son esbeltas, tocadas con el atributo de una fiereza sin miedo. Yo, que he sobrevivido a su embrujo, sé que tras la belleza de Angélica, más allá de la timidez de sus hermanas y el canto de las aguas suaves se esconde una verdad aterradora.
Los médicos limpiaron del fango que me impregnaba con una baba repulsiva. La percibo como un marasmo pútrido y hundido en la inconsciencia. Hubo de recurrirse a desinfectantes más enérgicos que el alcohol y otros disolventes fútiles para las causas perdidas, y solo entre los bencenos se encontró una limpieza eficaz. En cuanto a las arpías, poco recuerdo de lo que sucedió en realidad. Quizás la sangre de los tritones propició la disolución de los caolines, quizás al cesar en su canto se obró el milagro de la comprensión. Tampoco importa cual fue la causa que disipó mi ceguera. Al verlas reunidas alrededor de la poza donde agonizaba un tritón enorme, grande como seis hombres, empapadas en la sangre púrpura y maloliente de la bestia, comprendí que Angélica había anulado mis sentidos desde el primer instante, cuando me recogió en aquella miserable estación y me condujo hacia el cubil de las arpías sin que yo sospechara mi destino, y que todo lo bello y limpio que presentí en ella no fue más que engaño. Al escapar de la nube de arpías, mientras fijaba la vista en las vecinas y distinguía sus cuerpos blandos y macilentos, disputándose la agonía de los tritones y matándolos, comprendí que había traspasado un umbral primigenio, anterior al tiempo de los hombres, un umbral cerrado mucho tiempo atrás y que yo profanaba al recobrar la cordura. Quedé mirando a las arpías, que vomitaban su carne al sol, para apresurar su podredumbre y convertirla en un majar aún más apetitoso, más acorde con las tenebrosas almas de aquellos seres.
Acosaban a un tritón al que había desgarrado longitudinalmente y arrancaban sus vísceras en un delirio de verdugo, cuando retrocedí sobre mis pasos, procurando no despertar la atención de las arpías, consagradas a disputarse un festín inacabable y ajenas a lo que no fuera su propia voracidad. Alcancé nuestra cueva y me dirigí a mi cuarto, para recoger mis pocos pertrechos y huir de aquel lugar siniestro. La pulcritud que yo imaginaba en mi alcoba sencillamente había desaparecido en un cieno de excrementos que parecía adherirse al suelo, a las paredes, al techo y a todo lo que existía en la choza de Angélica. El olor era repugnante y me azoró el vértigo de una náusea que turbaba mi pensamiento. Comprendí que las arpías descubrirían mi huida y saldrían tras de mí. Angélica ya guardaba mi semilla y se abstendría de gozar mi muerte, pero para sus compañeras, de las que me había protegido en todo momento, yo no era más que comida que escapaba a su hambre, un festín que no debía perderse y reclamaba su captura y aniquilación.
Me deslicé hacia la soledad del bosque y anduve cauto hasta que me sentí apartado y libre para correr lejos, más lejos, hasta donde nunca llega nadie, y mientras corría pensaba que nunca me hallaría a salvo, que las arpías encontrarían pronto mi rastro, apenas Angélica regresase al poblado de cuevas y sus hermanas comprendieran que ya no me encontraba bajo su protección, que no intervendría para preservar su botín, que mi semilla ya era suya y el resto era una presa que huía. Solo restaba correr tras de mí en la oscuridad, confundirse entre las sombras y deslizarse en la negritud absoluta, entre las ramas, a través de los troncos, con ese fluir acrobático y silencioso que no advierte del ataque inminente, que solo a veces desvela una premonición en el último instante. Me giré confundido por un espejismo de seguridad, y contemplé a los tritones que se removían en las pozas, siempre acosados, heridos, desangrándose, y escuché sus gritos de insoportable agonía, su resistencia ante lo inevitable, y sus voces eran trompetas que bramaban al unísono y que hacían hervir las aguas, agitadas por un rugir de olas espumosas. Desde lejos, sobre un discreto promontorio que supuse seguro, distinguí que Angélica llegaba saltando entre las piedras y se abalanzaba sobre un tritón desprevenido, sumándose a la matanza de sus hermanas, que al instante se detuvieron, sorprendidas de mi ausencia. Inseguras de su suerte, vislumbraron la esperanza que mi prima albergaba en su vientre. Una de ellas miró hacia el lejano promontorio desde el que yo atisbaba la escena, y supe que todas ellas me veían al unísono, que se iniciaba una cacería donde yo era la presa, que ya siempre me acecharían desde la oscuridad, y que solo era cuestión de tiempo que unas garras de uñas corvas y terribles abandonasen las tinieblas ante mis ojos, para hundirse en la carne de mi rostro y arrastrarme con ellas al infierno.
El tren silbó al entrar en la curva y el sonido se repitió en el eco del bosque. Los olores de la resina eran tan intensos que sobresalían al humo de la locomotora, que aún entre los aromas del carbón se impregnaba con la savia de los abetos y los pinos. La estación apareció al fondo, rodeaba de ocho o diez casas quizás. A la izquierda del edificio principal, un viejo depósito de agua era lo más interesante de la aldea, por llamar a aquellas casas de algún modo. Todo parecía perdido y desolado, pero a estas alturas de mi viaje ya había renunciado a cualquier rasgo de progreso. Durante tres semanas había admirado unas vistas que languidecían lentamente bajo el otoño. Si avanzábamos por una estepa, si remontábamos una colina o si nos encaramábamos sobre un paso de montaña, nos rodeaban árboles y más árboles, los mismos troncos repetidos hasta el infinito. En la mente arraigaba una extraña obsesión, como de incertidumbre o temor, que pronto se convertía en molesta, supongo que por el efecto de tanto igual que pasaba tras la ventana. Por lo demás, hacía demasiadas estaciones que viajaba solo en el vagón y los compartimentos vecinos no parecían más poblados. Solo se escuchaba el traqueteo de las traviesas y el sonsonete de la locomotora lejana. Debajo de todas voces se removía el bosque vivo que nos rodeaba, que más allá del humo de la máquina y el susurro de los raíles bullía con una vida oculta y misteriosa.
En la estación esperaba la prima Angélica, que agradeció mi pronta respuesta a su misiva para que la visitase tras mis estudios, a lo que accedí porque guardaba un buen recuerdo de nuestra amistad. Me obsequió con algo parecido a un canto de bienvenida, palabras que no entendí y me parecieron sombrías. Nunca me pareció tan bella, reconozco que de no ser por nuestro parentesco hubiera albergado alguna esperanza de aspirar a su amor. Pero soy un hombre sensato y no sucumbí a la pasión instintiva, aunque reconozco que me dejé cautivar por su simpatía. La acompañé con gusto al carro que nos esperaba y ella misma tomó las riendas para dirigirnos hacia un camino lateral. La voz de mi prima era pausada y su aliento desprendía un olor a mandarinas que me cautivó al instante. Su conversación también era amable, demostrándome rápidamente que el aislamiento de aquellas tierras no mermaba su cultura. Se mantenía informada de las noticias del mundo con rigor y actualidad, así que supuse que llegaba alguna prensa a la estación. Reconozco que me sorprendió el contraste entre unos saberes tan eruditos y la tosquedad de su empleo de auriga, pero imaginé que la vida en aquellos parajes tan perdidos reclamaba sus propias competencias, y que acomodarse a las circunstancias siempre fue signo de sabiduría, así que me centré en la agradable conversación de mi prima, que hablaba con una gracia que me mantuvo embelesado la mayor parte del viaje. Definitivamente, la estancia no sería tan mala si Angélica andaba cerca, así que sonreí y me dispuse a disfrutar de un merecido descanso.
El viaje fue monótono y largo, casi cinco horas interminables. Durante una parte de nuestra conversación, Angélica se ofreció a instruirme sobre las distintas especies vegetales, que aún pese a mi cortedad ya reconocía diferentes, así como el nombre de cuántos arbustos y hierbas salieron a nuestro encuentro. No deseo significar con esto que su conversación fuera ajena a mi agrado, por el contrario, en todo momento aprecié en sus palabras el saber de una experta. Me sorprendió su profundo conocimiento del entorno, al señalarme la presencia próxima de los jabalíes por su escarbar la tierra o al detenerse y pedir mi escucha para atender a unas águilas que volaban entre los troncos. Detuvo nuestra marcha en algunos parajes del bosque que debieron ser interesantes e intentó explicarme que entre los árboles había un nido ocupado por polluelos o el escondite de alguna comadreja. Reconozco que no alcancé a distinguir nada, aunque la tercera vez que insistió admití que sí, que veía el nido y la comadreja, porque pensé que fallaba mi vista, confundida por el cansancio. Angélica insistió mucho en que para estos avistamientos, a veces de ciervos o linces entre la espesura, era preciso guardar el máximo sigilo. El sonoro traqueteo del carro ahuyentaba a los animales, pero no demasiado, porque el camino se hacía una vez a la semana, en ocasiones más, cuando era necesario o se esperaba algún paquete urgente del correo. Continuamos en silencio, atentos a las sorpresas del bosque. Recuerdo árboles, algún calvero entre los árboles y más árboles que flanqueaban un camino bastante azaroso.
De nuestro destino solo puedo decir que era singular. Una docena de cuevas arracimadas junto a la ribera de un río de aguas frescas, en un calvero de la espesura, dividido en dos por un delta rocoso pero de orillas remansadas y cómodas para vivir. Las aguas eran cristalinas, apenas demoradas en pozas con ovas que se mecían en la corriente. Una piedra ocre y bermeja configuraba las grietas y peñascos que se extendían hacia el centro del cauce, donde el río alcanzaba un fragor de peligrosos rápidos. Intentar vadearlos sería una empresa arriesgada, pero no ofrecía peligro alguno, porque se encontraban muy lejos de la ribera como para suponer una amenaza. El paisaje proseguía más o menos idéntico a otro lado, con unas rocas que se amontonaban o se hundían de similar modo, con árboles que eran casi simétricos a los árboles de este lado, pero con un horizonte más árido, de troncos desnudos, hojas secas y ramas desgajadas por el viento. Pregunté a Angélica por la causa de este hecho anómalo, y aclaró que un paso próximo entre las montañas filtraba aires que apresuraban el cambio invernal al otro lado del río. Un fenómeno de la naturaleza al que era intrascendente prestar atención. Objeté que los árboles en esta parte eran en su inmensa mayoría coníferas de hoja perenne. Angélica se encogió de hombros y concluyó que el invierno temprano habría alterado la flora.
Los habitantes de aquel remanso en la espesura eran mujeres. Angélica me las presentó conforme fueron recalando en el asentamiento de sus cuevas vivienda. Me parecieron de una singular dulzura. Compartían una cierta felinidad en la mirada y una suerte de idéntica cadencia en la voz. Pronto improvisaron un modesto banquete en mi nombre, una cena espléndida, donde me sirvieron un salmón exquisito y carne que no supe reconocer, me dijeron que de oso, y así la disfruté, sazonada con unas hierbas de delicado aroma, como ahumado y algo ácido. El postre se excedió en lo delicioso. Miel silvestre y fuentes de arándanos, grosellas, zarzamoras y nueces, que compartían bandeja con higos de varias higueras diferentes, madroños, y gajos de granada embutidos en pasta de almendra, manjares estos que se completaron con un licor de bayas que hermanaba los sabores con un regusto de plenitud. Concluida la cena, exhausto por las emociones del viaje, me derrumbé sobre el camastro que Angélica había dispuesto en una cueva contigua a la suya. Dormí profundamente, sin conciencia ni alma.
Me desperté con la primera luz de la mañana, cuando mi prima regresaba del exterior. La escuché buscar en su cuarto, después entró en mi alcoba, apenas envuelta en un toalla, y aseguró que las pozas invitaban al baño a primera hora de la mañana. Aún era más estimulante al amanecer, cuando la bruma helada enfriaba el aire y la piedra caliente apaciguaba la frialdad de las pozas y convertía el sumergirse en un grato deleite. Luego se acompañó de una sonrisa y añadió que era demasiado perezosa para gozar de ese placer, pero que algún día lo disfrutaría conmigo. Me ruboricé ante las palabras de Angélica, en la que permanecí absorto hasta que me advirtió desde la entrada que el desayuno aguardaba sobre la mesa y que esperaría afuera, que tomase el tiempo necesario, porque la vida allí transcurría a un ritmo diferente. Ya lo sentirás por ti mismo, añadió, y me dejó sumido en una dulce somnolencia que mantuve hasta que me sentí sosegado. El desayuno fue fugaz y refrescante, zumo de un sabor desconocido, cítrico con un discreto regusto amargo, que devolvía la frescura del aliento y estimulaba la vitalidad. Salí al exterior aún aletargado por el recuerdo de Angélica. La mañana me pareció radiante.
Transcurrieron dos semanas que distrajeron mi curiosidad con un torrente de alicientes nuevos. Primero la siempre estimulante presencia de mi prima, por quien me sentía atraído sin remisión, aunque era uno de esos amores plácidos que se contentan con las buenas maneras y los modos afables. Al menos de eso pretendía convencerme, porque sus visitas matinales a mi cuarto a primera hora, cuando regresaba de su aseo en las pozas cálidas, me sorprendían en sueños que a menudo eran tan tórridos como para que mi instinto se desbordase al escuchar su canto de buenos días. Aspirar las mandarinas del perfume que endulzaba su piel tampoco aliviaba mi deseo. Angélica me miraba con la frescura del cabello húmedo y recogido en una trenza que brillaba amarilla, con el dorado de un caolín que se encontraban en unas riberas cercanas, según me explicó al manifestarle mi sorpresa porque todas nuestras vecinas se adornasen el pelo de un modo muy similar, en anudamientos más o menos elaborados o simples recogidos que destacaban por su simpleza y comodidad. Era un barro untuoso y muy fino, que tenía propiedades suavizantes y protegía del maltrato del sol y las asperezas del relente nocturno.
Las vecinas de mi prima eran educadas y correctas, algo tímidas, supuse que por la costumbre de la soledad. Me sorprendieron sus uñas y dedos amarillos y su casi idéntica mirada felina. Pregunté, rieron en grupo y me confesaron que ambas preguntas eran de fácil respuesta. Debo reconocer que siempre he considerado que la explicación sencilla complace pronto al ignorante. Los dedos eran amarillos por la misma razón que el pelo, y los exhibieron moviéndolos ante mis ojos, por un maquillaje con el caolín de los rápidos río arriba, por el fuego de la piedra como le llamaban ellas, que también era bueno para las uñas, amasado con resina de cedro, y para el cutis, la suavidad de los pies y casi todo lo relacionado con el cuidado del cuerpo. En cuanto a la mirada felina, el cabello recogido siempre en una cola o una trenza muy tirante prestaba esa breve similitud a los rostros, concretamente rasgaba la expresión de la mirada. Por lo demás, coincidieron en que yo debía estar muy intrigado por que un grupo de doce mujeres hubieran recalado en aquel paraje remoto, y por atenderme me rodearon ante unas pozas de caprichosa geometría volcánica. Mi prima llegó también, sumándose en último lugar en esta reunión improvisada, donde se atropellaron para informarme que dos de ellas habían recalado allí por casualidad, huyendo de problemas que no venían al caso, y que enviaron un correo a través del ferrocarril a una amiga que también sufría que desamores, para que huyese del esposo. Esta llamó a otras dos que conocía y así, de una desdichada a otra hasta que cumplieron doce, nunca faltaban maridos violentos o aburridos o insoportables. En poco se había formado aquella comunidad bendita, limitada por voluntad propia y por la parca generosidad del entorno. Cambiaban los rostros y los nombres, pero siempre eran refugiadas que encontraban alivio a sus penurias, al menos hasta que recobraban el sosiego espiritual y decidían marcharse libremente. A veces dejaban un donativo o lo remitían por correo, y siempre era bienvenido, pero su principal medio de subsistencia era el río y las bondades del bosque.
La misma Angélica acompañó mis visitas a los alrededores. Me sorprendió su destreza para moverse entre las rocas difíciles, las más resbaladizas, las que ascendían trabadas y se fundían en desfiladeros y roquedales solidificados en colores caprichosos. Siempre comunicativa, Angélica me explicaba las formas de la erosión y algunas generalidades del terreno, así como los secretos de las pozas que destacaban por razones afortunadas. Aquella era la de los nácares, y al mostrármela descubría su semejanza al interior de una caracola, porque la lava había cristalizado en vetas opalinas que resplandecían como una concha preciosa. Aquella otra era la poza del fuego, una amalgama de cinabrios embutidos en piedra rojísima, que habían fraguado de ese modo por el capricho de los minerales incandescentes, de forma que la poza parecía esculpida en su interior con vivísimas llamas, y en fin, otras muchas maravillas que Angélica me mostró con la dulzura habitual de su habla, que se interrumpía con cánticos tan oportunos que convertían su charla en una música salpicada de palabras didácticas.
De repente Angélica pidió silencio con un gesto y los pájaros parecieron enmudecer a su señal. El agua sonó con más brío, la quietud se espesó y pareció dilatarse en una tensa espera. Angélica señaló en lo alto, al otro lado del río, al que nos habíamos aproximado al internarnos en una garganta que estrechaba el cauce y lo convertía en más rápido y vibrante. Distinguí algo que se precipitaba desde la inmensidad plomiza de las nubes y volaba directamente hacia un punto en la ribera. Cayó entre unas ramas junto al cauce y emergió con un enorme pez atrapado entre sus garras. Mi prima me advirtió de que se trataba de águilas arpía, y que era preciso cuidarse de ellas, porque la leyenda aseguraba que eran capaces de alzar niños por los aires, aunque naturalmente atribuía toda esa palabrería a rumores, porque volaban en silencio y rehuían la presencia del hombre. Descubrir su vuelo era toda una fortuna, porque eran tan silenciosas que nada advertía de su ataque hasta que aterrizaban sobre su presa, sin importar que se ocultase bajo una espesa nieve, como se había visto algún invierno. Por lo demás, eran valiosas por lo difícil de observar y convenía mantenerse a distancia. Sus garras eran terribles, capaces de causar espantosas heridas a sus víctimas, usualmente roedores, peces u otros animales que abatían de una forma tan discreta que solo se advertía su presencia con el grito de la presa, alcanzada siempre por el punto ciego de su visión o bajo tierra, con un derrumbarse de galerías subterráneas y la irrupción de las aterradoras armas del águila. Después Angélica restó dramatismo a sus palabras y me felicitó por la suerte de haber presenciado la cacería de una de aquellas majestuosas aves.
Una noche, después de cenar alrededor del fuego y compartir una jarra de bayas fermentadas, me advirtieron que pronto se iniciaría la temporada de tritones. Quise saber más y explicaron que corriente arriba un sinfín de estos batracios vivían entre las pozas, que alcanzaban en primavera, para desovar durante el verano. Los había de varias especies y tamaños. El inicio del invierno señalaba la migración hacia aguas más templadas, y durante varias semanas atravesaban el poblado río abajo, huyendo del aliento gélido de las montañas. Todo un motivo de alegría para su precaria comunidad, que encontraba en la llegada de aquellos anfibios nuevas facilidades para la supervivencia. Algunas especies ofrecían una carne suave y tierna, que podía competir con cualquiera de las carnes del bosque. Era preciso conocer bien las distintas variedades, porque solo algunas destacaban por su saber excepcional, mientras otras ofrecían un sabor desagradable o precisaban el condimento oportuno. Luego regañaron a Angélica por no haberme mostrado las pozas de tritones durante nuestras excursiones río arriba, y mi prima respondió señalando que yo era demasiado torpe como para moverme por las rocas con agilidad suficiente para alcanzar los desovaderos de las zonas altas, y que había preferido esperar a que los tritones llegaran hasta nosotros. No obstante, añadió dirigiéndose a mí, prometía encontrar una poza no demasiado lejana para satisfacer mi curiosidad. Reímos de su ocurrencia y después las vecinas retornaron a sus canciones de letra incomprensible, que yo me limitaba a tararear entre el estímulo y la disculpa de mis anfitrionas, pronto arrepentidas de su imprudencia al tentar mi sentido del ritmo y la música.
Una mañana que me entretenía en recoger leña seca con las vecinas, Angélica llegó hasta nosotros y me sugirió remontar el río hasta las primeras pozas de tritones. Mis compañeras disculparon mi faena con la leña, porque siempre eran indulgentes con los visitantes ocasionales, y me animaron a que acompañara a mi prima y me desentendiera de la tarea. Agradecí su gesto solidario y corrí tras Angélica, que ya me apresuraba al pie de una estrecha vereda. Nos adentramos en un mar de piedras desprendidas y enmarañadas por una lujuriosa floresta que parecía brotar de la roca viva, sin que se distinguiera tierra que pudiera sustentar las raíces de las plantas. Tras algunos equilibrios para domar el suelo resbaladizo, seguí a Angélica por aquel piso escabroso, siempre envuelto en los cánticos de mi prima, mientras nos alejábamos del río por un atajo que pronto se convirtió en un simple sendero entre los troncos, un sendero que para mí era difuso y a menudo perdido, pero que para Angélica era perfectamente reconocible. Me rendí a su sentido de la orientación, porque nos movíamos por parajes de su conocimiento y porque ya había demostrado una especie de sentido adicional para localizarse en la brújula y alcanzar su destino con eficacia y prontitud. Nos detuvimos para acechar a unos gamos que pastaban entre la espesura y que afortunadamente encontramos en la posición correcta para que el viento no delatase nuestra presencia. También nos demoramos por evitar un campo de hierbas urticantes, que Angélica advirtió muy molestas. El murmullo de las aguas quedó pronto sustituido por el rumor de la vida salvaje. Escuché el tabletear de los pájaros carpinteros y otros trinos desconocidos. La luz se filtraba desde las copas de los árboles, convirtiendo nuestro avance en un sucederse de umbrías, parecía que nos encontráramos bajo una gran cúpula que tamizase la luz y la despojara de su vigor. El nacimiento de las primeras ramas quedaba a una considerable altura sobre nosotros, y me asaltó la misma impresión de monotonía que me asaltara durante el viaje en tren, sin duda por los muchos troncos enormes e iguales, que confundían los sentidos en una misma repetición sin matices. Angélica continuaba cantando y yo en silencio. El rumor de nuestros pasos sobre la hojarasca sobresalía a los demás sonidos, se olía a madera fermentada y animales ocultos.
Lentamente el río volvió a nosotros, delatado por su murmullo de aguas rápidas, el olor de los líquenes que se amontonaban en algunas pozas y la lenta aparición de grandes losas de piedra, que reemplazaron a la hojarasca y nos llevaron de nuevo hacia las riberas, más angostas que donde se situaba nuestro asentamiento. Angélica ascendió a un promontorio, oteó el horizonte de piedras oscuras, saltó de nuevo a mi nivel y me instó a la que la siguiera entre las rocas. Descendimos muy abajo, donde las aguas someras del río serpenteaban como una lámina de brillante transparencia sobre el lecho pulido. Algunas pozas pequeñas se hundían en aquel universo para mí deshabitado. Angélica me dedicó su mejor sonrisa y dijo mira aquí, estos son tardíos y frágiles. Entonces miré y vi los tritones, tan diminutos, tan etéreos, apenas iris en aquellas pozas ocultas. Eran largos como el ápice de un suspiro o el polen de una flor, un polvo casi imperceptible que flotaba ingrávido en un agua limpísima, donde las algas alfombraban la roca con un delicado vello que les servía de alimento a medida que progresaban en lo que para ellos, para los diminutos tritones, era una selva de algas mecidas por la brisa.
Otros eran diferentes, porque mudaban la piel muchas veces y después sufrían un proceso llamado metamorfosis y se convertían en adultos. Era curioso observarlos en las distintas etapas de su crecimiento, y Angélica aprovechó para salir de la poza en que nos encontrábamos y conducirme a otra poza cercana, igualmente escondida, y señalar un lugar también protegido del sol. Estos son posteriores, más maduros pero aún delicados. Observa su color, que es lo primero que destaca. Negro y amarillo, admití, y Angélica me señaló las branquias incipientes en el cuello, su cola tan larga y su rostro arrugado y furioso. Asentí y la conversación se tornó personal. Angélica habló de sus intenciones de abandonar esta nube de recogimiento y volver con el tren de regreso e iniciar una vida nueva, cruzar fronteras tal vez, para renacer donde nadie conociese su vida pasada.
Nos detuvimos muy cerca del centro del río, casi abrumados por el rugir de las aguas impetuosas. Angélica señaló a las alturas y observé que la niebla de los rápidos nos envolvía en un aire lechoso y turbio. Vaporizada a mi lado, convertida en una silueta difusa, Angélica señalaba a un punto entre la bruma. Apenas distinguía su brazo señalando a un lugar que parecía la nada y de repente allí mismo surgió una criatura espantosa que pasó a escasísima distancia de donde nos encontrábamos, como un susurro, una exhalación, portando entre sus garras algo enorme, monstruoso, como un recién nacido o una visión aún peor, una criatura negra que se retorcía entre sus garras. Mi prima asintió invitándome al silencio, y supe que la leyenda de las arpías se debía precisamente a esas apariciones misteriosas, cuando las águilas pescaban en la impunidad de la niebla, sin un murmullo, sin un indicio delator, como fantasmas nacidos del vacío que de repente volaran con el cadáver de un niño entre sus garras. Angélica sonrió e hizo el gesto de comprender las leyendas. Después, ya lejos de nieblas y arpías cazadoras, confesó que la mayoría de estas supersticiones ocultaban un sesgo de realidad, y que a ella siempre le habían interesado el espacio entre las quimeras y los hechos. Luego, mientras regresábamos ribera abajo, divagó sobre sus proyectos de juventud y de futuro, con aquella boda temprana y tan fracasada, con la desilusión y la tristeza hasta la huida y el exilio en aquel confín remoto. Ahora era preciso renacer después de la purificación y abrazar una existencia nueva.
Regresamos a nuestra cueva y me desentendí de las palabras de mi prima. En mi disculpa esgrimo que a veces Angélica me distinguía con confidencias que me sonrojaban y enardecían en secreto, hasta el punto de que hube de evitar mi fogosidad y aprender a distraerme con motivos banales, los que fueran con tal de separarme de mi prima, que inundaba mis sueños y mi vida. Esa noche sentí que me acariciaban y distinguí los ojos de Angélica brillando en la oscuridad, crueles y despiadados. Pensé en las águilas y recordé los tritones, con sus larvas casi invisibles sobre el agua transparente, y después más grandes, con sus dibujos de manchas amarillas sobre el negro y ese naranja que a veces salpicaba su piel tan resbaladiza y húmeda. Ojos en la oscuridad inundaron mi sueños con un terror de animal herido. Me sentí acechado por criaturas terribles y malignas. Después resonaron los cantos de Angélica y de nuevo la vi en la mañana, con su cabello recogido y esa mirada felina que me arrebataba de entusiasmo por respirar un instante más. Languidecí en un deslizarse de águilas entre la bruma, como el espíritu de un viento silencioso y letal, capaz de extinguir la vida en un instante imperceptible. Después vi tritones gigantes, enloquecidos por su ira de bestias enormes.
Amanecí con Angélica a los pies de mi cama e intentando disimular un deseo que comprometía mis buenas intenciones. Supongo que los hechos se precipitaron a partir de este sueño y que un recelo nuevo había brotado en mi alma. Tomé mi desayuno de frutas como cada mañana, pero ya no fue tan refrescante, los sabores se empapaban con un algo mortecino e indefinible, un vago regusto que alteraba el sabor y lo convertía en un sucio remedo de sí mismo. Aún se bebía con facilidad, así que terminé el desayuno y salí de la cueva, donde el invierno parecía haberse asentado y caía una escarcha de nieve suave. Sorprendentemente, la mañana era tibia y reinaba un ambiente festivo. Angélica me gritó en compañía de las vecinas, arracimadas alrededor de una corriente cargada de vida. Fui corriendo hacia donde se encontraban y de nuevo contemplé a los tritones, amarillos y negros, con el vientre anaranjado y tan suaves que era un placer acariciarlos. Angélica señaló a las alturas, y un águila apareció en el cielo con una criatura negra e indefinible entre sus garras. Un espectáculo que mis amigas y yo festejamos con júbilo. Ellas emprendieron de nuevo sus cánticos, yo también grité, y de repente encontré una copa de licor de bayas y supe de celebrábamos una fiesta excepcional, con motivo de la llegada de los tritones. Reconozco que me rendí a la contemplación de las danzas de mi prima y sus vecinas, que en mi inconsciencia las recuerdo desnudas y chapoteando entre las pozas. Después escuché gritos ásperos y olí aromas espesos que asquearon mi garganta y mi lengua.
Desperté en ausencia de Angélica, sobresaltado por discusiones del exterior, que me parecieron ásperas e ingratas. Apenas pude desayunar por el estruendo de los gritos y no tengo inconveniente en admitir que me sentí confuso y aturdido. Durante toda la jornada deambulé entre las pozas donde abundaban los tritones, que las vecinas señalaban con un arremolinarse inquieto. Siempre que me aproximé sentí una gran excitación entre mis compañeras, como si aquellos seres ya más grandes y formados ocultasen algo en su interior. Me sentí intrigado y temeroso en igual medida, a punto de alcanzar un gran descubrimiento. Pregunté muchas cosas a mis compañeras. Cómo nadaban los tritones, cual era su respiración, si mudaban la piel o mantenían la misma siempre, y cuanto pasó por mi mente en el transcurso del día, que no se interrumpió para comer ni para esbozar un reposo, solo cuando mis vecinas señalaban un punto en la distancia, al otro lado de los rápidos infranqueables, y una de esas águilas abandonaba la invisibilidad para atrapar una presa entre las turbulencias del río. Tritones gigantes y oscuros, que se debatían entre sus garras con una muerte rápida. Mis vecinas festejaban el espectáculo, tan bello como cruel, con un escándalo de disonancias que rompían la calma del bosque. Llegó la noche sin Angélica y me acosté sin compañía y sin cena. No me importó el ayuno, otras prioridades ocupaban mi mente.
Me sobresaltó la madrugada, envuelta en un estruendo como de trompetas. Los rápidos rugían en el exterior cuando escuché que Angélica salía de la cabaña y tomaba un sendero oculto entre las sombras. La seguí hasta que se perdió en la espesura, pero aún así vislumbré su rastro en algunas ramas quebradas, en hojas rotas, en el perfume que señalaba el camino. Me sobrepuse al sueño y a la excitación, apresuré el paso y Angélica me condujo entre las pozas. Subió a un promontorio que destacaba sobre las piedras, investido en mi memoria con atributos sobrenaturales. Miró a su alrededor, como previniéndose de espectadores y se desnudó lentamente, iluminada por la tenue plata de las estrellas. Creí enloquecer cuando me llamó con su mirada, tan felina y tan feroz, y reclamó mi encuentro con gesto de su boca. Me dejé seducir por sus ojos y el aliento de mandarinas.
Gocé de Angélica muchas veces en aquella noche de tan aciago recuerdo. Su voz cantaba en mis oídos mientras se derramaba mi deseo en aquella poza de aguas aterciopeladas, en aquella claridad donde nadaban los tritones. Muchas veces enloquecí y perdí el sentido, mientras una sombra enturbiaba mi alma. Abrí un instante los ojos y reparé en que se disolvía el caolín que impregnaba el cabello y la piel de Angélica, que se confundía en una baba de amarillos desleídos. Angélica cantaba y de repente se interrumpió en su canto y venció el silencio. Todo cambio en el instante que me sentí libre del hechizo. Algo sucedió y el agua diluyó el caolín que impregnaba los cabellos de Angélica, que se tornaron ásperos y enmarañados. Se deshizo el contorno de sus ojos, que fueron despiadadamente crueles, y el cuerpo tan bello de Angélica se disolvió en sus arcillas y bellezas, y todas las formas se tornaron hueso y magras encallecidas. La bella que fue provocaba ahora espanto, por su piel arrugada y famélica, por su tacto repugnante y viscoso, por la pestilencia que emanaba de unas mandarinas tornadas en podredumbre, por el miasma de su aliento antes tan dulce. Retrocedí aterrado y me enfrenté a Angélica convertida en una arpía tan infame como el negro bruñido de esas uñas enormes y aceradas que se liberaban del maquillaje de los dedos, del caolín y las resinas. Angélica sonrió con una luz que derrotaba al espíritu y convertía el pensamiento en delirio. Me dejó alejarme en la vigilia de esa mirada felina que sustentaba mi aire. Luego se abandonó al placer que mi semilla proporcionaba a su vientre, y me permitió marchar porque ya había saciado su deseo y mi destino estaba en manos de sus hermanas.
Huí despavorido y solo por fortuna escapé a las trampas de la roca volcánica, que apenas distinguía en una oscuridad de estrellas blanquísimas, tan excepcionales como para diluir mi horror en una sensación de irrealidad. Quise detenerme y poner orden en mis pensamientos, pero algo me impidió interrumpir mi carrera, como si los cantos de Angélica aún resonaran en mi pensamiento y me advirtieran de una noche que lentamente se cubría con el invierno, una noche donde imperarían las nieblas y los murmullos de la oscuridad. Me dominó el pánico y corrí sin descanso ni aliento por un altibajo de piedras. Sentí mis pies alados por el miedo y todo se redujo a un instante del recuerdo de Angélica. Alcancé las cuevas cuando las nubes se tornaban blancas y todo relucía con los relámpagos entre la nieve que ya caía, que ya liberaba los tritones en las tierras altas y medias. Después las fuerzas del río obraron el milagro. Primero llegaron los tritones medianos, los que medían casi dos metros, que las vecinas encontraban en las pozas y daban muerte entre la pestilencia que emanaba de sus cuerpos liberados del barro que purificaba y limpiaba las apariencias.
Oculto entre las piedras, pasé desapercibido al aproximarme a mis vecinas, que parecían discutir alrededor de una poza maloliente. Me mantuve a una distancia sensata, precavido por una inspiración que me salvó la vida. La vecinas, desprovistas del maquillaje de los caolines, eran tan famélicas y horrendas como Angélica, y disputaban la carne de un tritón que se estremecía en los últimos derrotes de su agonía. Antes de que la presa concluyese sus espasmos, otras uñas se hundieron en su carne y las visceras quedaron expuesta a la voracidad de las vecinas, que no dudaron en arrancárselas con una saña como jamás hubiera imaginado antes. Quedé pasmado, transido por el espectáculo de las vecinas disputándose la agonía de los tritones que atrapaban entre sus garras, tan fatales y corvadas. Comprendí que ellas también eran arpías, como las águilas, pero de otra especie, la más atroz. Resonó el río con más fuerza, con un brío impetuoso, y llegaron los tritones mayores, como en oleadas de bestias furiosas. Las dos riberas se tornaron a mis ojos en un erial de árboles marchitos, heridos por los mismos rayos, con las mismas ramas desgajadas y la misma leña podrida. Las vecinas retozaban entre las pozas, hiriendo y matando a los tritones varados.
Pronto se desató un lodazal de sangres y cienos repugnantes, porque los tritones al rasgase y romper sus vísceras entre las afiladas uñas de las arpías, tiñeron las pozas con su sangre y su semen, que es violado y se acumula bajo la piel. Por fin llegaron los tritones mayores, lo que eran gecos de proporciones gigantescas, dotados de un grito tan violento que el río se irritaba con su canto desaforado y estallaba en una locura de espumas que todo lo barrían con un batido de olas pútridas. Entre aquellas bestias mayores, una flaqueó un instante en su lucha contra la corriente. Las arpías gritaron desaforadas cuando una de ellas hundió sus garras entre los ojos del tritón, que bramó de dolor y pareció inflamarse con el frenesí de la venganza. Pero todo había concluido porque el tritón ya era ciego y las arpías se abalanzaron sobre él, que al instante perdió la vida en un marasmo de garras que rasgaban su cuerpo. Libres del barro y de la astringencia de las hierbas, el hedor de las arpías pronto inundó el bosque de esencias infames.
Poco puedo añadir a mi locura. El recuerdo de Angélica me persigue en este sanatorio psiquiátrico en el que me han recluido por mi bien. Dicen que perdí el sentido tras hundirme en los bosque más allá de la última parada del tren, que escuché el canto de las arpías y quede embrujado al instante, apenas descendí en aquella estación que ya no existe. Durante meses permanecí extraviado y me dieron por muerto, pero me encontraron loco y herido al otro lado del bosque. Nadie creyó mi historia porque era imposible que nadie sobreviviese en aquel cazadero de águilas, porque allí la gentes se perdían para siempre y no regresaban jamás, porque nadie escapa del acecho de esas arpías que surgen de la nada y atraviesan la cabeza con unas garras tan armadas y resueltas que provocaban la muerte al instante. Dicen que son esbeltas, tocadas con el atributo de una fiereza sin miedo. Yo, que he sobrevivido a su embrujo, sé que tras la belleza de Angélica, más allá de la timidez de sus hermanas y el canto de las aguas suaves se esconde una verdad aterradora.
Los médicos limpiaron del fango que me impregnaba con una baba repulsiva. La percibo como un marasmo pútrido y hundido en la inconsciencia. Hubo de recurrirse a desinfectantes más enérgicos que el alcohol y otros disolventes fútiles para las causas perdidas, y solo entre los bencenos se encontró una limpieza eficaz. En cuanto a las arpías, poco recuerdo de lo que sucedió en realidad. Quizás la sangre de los tritones propició la disolución de los caolines, quizás al cesar en su canto se obró el milagro de la comprensión. Tampoco importa cual fue la causa que disipó mi ceguera. Al verlas reunidas alrededor de la poza donde agonizaba un tritón enorme, grande como seis hombres, empapadas en la sangre púrpura y maloliente de la bestia, comprendí que Angélica había anulado mis sentidos desde el primer instante, cuando me recogió en aquella miserable estación y me condujo hacia el cubil de las arpías sin que yo sospechara mi destino, y que todo lo bello y limpio que presentí en ella no fue más que engaño. Al escapar de la nube de arpías, mientras fijaba la vista en las vecinas y distinguía sus cuerpos blandos y macilentos, disputándose la agonía de los tritones y matándolos, comprendí que había traspasado un umbral primigenio, anterior al tiempo de los hombres, un umbral cerrado mucho tiempo atrás y que yo profanaba al recobrar la cordura. Quedé mirando a las arpías, que vomitaban su carne al sol, para apresurar su podredumbre y convertirla en un majar aún más apetitoso, más acorde con las tenebrosas almas de aquellos seres.
Acosaban a un tritón al que había desgarrado longitudinalmente y arrancaban sus vísceras en un delirio de verdugo, cuando retrocedí sobre mis pasos, procurando no despertar la atención de las arpías, consagradas a disputarse un festín inacabable y ajenas a lo que no fuera su propia voracidad. Alcancé nuestra cueva y me dirigí a mi cuarto, para recoger mis pocos pertrechos y huir de aquel lugar siniestro. La pulcritud que yo imaginaba en mi alcoba sencillamente había desaparecido en un cieno de excrementos que parecía adherirse al suelo, a las paredes, al techo y a todo lo que existía en la choza de Angélica. El olor era repugnante y me azoró el vértigo de una náusea que turbaba mi pensamiento. Comprendí que las arpías descubrirían mi huida y saldrían tras de mí. Angélica ya guardaba mi semilla y se abstendría de gozar mi muerte, pero para sus compañeras, de las que me había protegido en todo momento, yo no era más que comida que escapaba a su hambre, un festín que no debía perderse y reclamaba su captura y aniquilación.
Me deslicé hacia la soledad del bosque y anduve cauto hasta que me sentí apartado y libre para correr lejos, más lejos, hasta donde nunca llega nadie, y mientras corría pensaba que nunca me hallaría a salvo, que las arpías encontrarían pronto mi rastro, apenas Angélica regresase al poblado de cuevas y sus hermanas comprendieran que ya no me encontraba bajo su protección, que no intervendría para preservar su botín, que mi semilla ya era suya y el resto era una presa que huía. Solo restaba correr tras de mí en la oscuridad, confundirse entre las sombras y deslizarse en la negritud absoluta, entre las ramas, a través de los troncos, con ese fluir acrobático y silencioso que no advierte del ataque inminente, que solo a veces desvela una premonición en el último instante. Me giré confundido por un espejismo de seguridad, y contemplé a los tritones que se removían en las pozas, siempre acosados, heridos, desangrándose, y escuché sus gritos de insoportable agonía, su resistencia ante lo inevitable, y sus voces eran trompetas que bramaban al unísono y que hacían hervir las aguas, agitadas por un rugir de olas espumosas. Desde lejos, sobre un discreto promontorio que supuse seguro, distinguí que Angélica llegaba saltando entre las piedras y se abalanzaba sobre un tritón desprevenido, sumándose a la matanza de sus hermanas, que al instante se detuvieron, sorprendidas de mi ausencia. Inseguras de su suerte, vislumbraron la esperanza que mi prima albergaba en su vientre. Una de ellas miró hacia el lejano promontorio desde el que yo atisbaba la escena, y supe que todas ellas me veían al unísono, que se iniciaba una cacería donde yo era la presa, que ya siempre me acecharían desde la oscuridad, y que solo era cuestión de tiempo que unas garras de uñas corvas y terribles abandonasen las tinieblas ante mis ojos, para hundirse en la carne de mi rostro y arrastrarme con ellas al infierno.
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